viernes, 10 de enero de 2014

Cabezas de Pollo

Cabezas de Pollo
Luis Guillen Cardenas



Sussie era una niña curiosa, jugaba con sus cabellos ondulados mientras observaba a su abuela acercándose a un pequeño corral de gallinas, tomando una por la cabeza, mi pequeña sobrina se encaminó a ella, acompañándola a leves pasos, moviendo su vestido por el verde pasto.
— ¿Qué haces abuela?—la escuché preguntar.
—Solo es la comida querida. — respondió mientras ponía aquel pollo boca abajo.
Pasó el cuchillo por el cuello, oprimiéndolo y drenando su sangre, conforme más pataleaba más carmesí emanaba. La pequeña no decía nada, solo miraba. Cuando la gallina dejo de aletear y tratar de zafarse la dejó en un contenedor y la llevó a la cocina, pero Sussie seguía ahí mirando al césped con hebras brumosas por aquel líquido, pasaron los minutos mientras yo la miraba, quieta como roca.
Abrí la puerta y la llamé por su nombre, pero parecía no escucharme, me acerque hasta que llegué, toque su hombro pero parecía paralizada, se encontraba fría y pálida, con sus ojos extremadamente abiertos.
 — ¿Acaso no escuchaste que te he hablado?... ¿Te sucede algo?—ella solo seguía observando las cuatro cabezas que estaban tendidas.

—Ellos... ellos abrieron los ojos y me dijeron que degollará a abuelita. —

viernes, 6 de diciembre de 2013

La Cabra Sacrificada

La Cabra Sacrificada
Luis Guillen Cardenas




— ¡Niño, ya te he dicho que no te asomes por la ventana, Juan, te estoy hablando!— gritó aquella madre con despreocupación alguna, mientras jugaba baraja con sus cuñadas. — ¡Niño, quítate de allí!, pinche huerquito…—comento entre los dientes levantándose de aquella silla, abandonando su juego. — Juan, ¡te estoy hablando!—
Aquel niño solo miraba por la ventana, vigilando a una cabra, blanca y hermosa, con unos cuernos algo curveados terminados en una afilada punta, comiendo pasto y moviendo sus barbas, sus ojos parecían observarlo de frente, mientras su madre lo tomó por el brazo él se aferró con sus pequeñas manos al pretil de aquella ventana. La cabra empezó a agitarse, igual que el corazón del infante, un hombre lo sujetaba por los cuernos, mientras otro sujetaba un cuchillo, tocando su piel, un primer grito estalló proveniente de Juan y aquella blanca cabra, a los segundos quedo muda, tirada sobre una tabla, muda totalmente, con su sangre vaciándose a un plato hondo.
Juan dejó a un lado sus fuerzas, mientras su madre lo arrastraba por el suelo, con su cara pálida, parecía ponerse verde, la cabra lo observaba. Solo reaccionó ante un fuerte golpe sobre sus glúteos, pero no dijo nada, solo las lágrimas rodaban por sus suaves mejillas, no precisamente por el dolor, sino por aquella cabra, que ostentaba su amistad.
—Juan, te estoy hablando, cuando te diga algo hazme caso, ahora vete a jugar con tus primos. —
El niño solo salió caminando, lo más lento que pudo, limpiando su cara de aquellas gotas saladas. Pobre cabra, hermosa criatura que había muerto frente a sus ojos, que culpa tenía que su tío Pedro cumpliese años. Se encamino al patio trasero, buscando a sus pequeños primos, al llegar encontró a todos con sus respectivos padres, bebiendo cerveza y jugueteando con la cabeza de aquel animal, sus parientes sosteniéndolo por los cuernos, goteando liquido rojo, con la lengua pálida y los ojos totalmente desorbitados, cuando estuvo por desmayarse aterrizó sobre algunos contenedores llenos de sangre y desperdicios del interior de aquel mamífero, Juan solo cerró sus ojos y no reaccionó, las risas se convirtieron en comentarios incómodos, llenos de preocupación, incluso los pequeños que se acercaban a mirarlo, hasta que su padre lo sujetó y lo llevo adentro.
—Despierta. — unos golpecillos en sus costillas lo hicieron reaccionar. —.has estado dormido un rato, tienes que comer. —
El sol que entraba por las cortinas se impactaba sobre su cara, se encontraba limpio, recostado sobre la cama de su abuela, mientras su madre acariciaba su frente, sonriéndole.
— ¿Qué sucede?—
—Nada, no pasó nada, ven, vamos a comer. —
Toda la familia se encontraba reunida sobre aquella mesa ovalada, los niños sobre las piernas de sus madres, algunos hombres de pie y otros sentados en el piso, observándolo y preguntando su estado, este solo afirmaba con la cabeza, su madre le entrego un pequeño plato de guisado acompañado de tortillas, en un solo parpadeo acabo con él y de vuelta estaba pidiendo más, algo que era extraño que hiciera.
Paso el rato, mientras la noche desaparecía anunciando la mañana y la temperatura bajaba con un leve roció, todos los adultos se encontraban alrededor de una pequeña fogata improvisada, cuando fue interrumpida por Juan.
—Mamá, me siento mal, no puedo…—no pudo terminar su frase, miro los ojos de aquella cabra decapitada y de su boca salió impactado un charco de vomito.
— ¡Ay, Juan!—solo dijo su madre, levantándose y tomando a su hijo, llevándolo adentro. — ¿Qué te sucede?—
—Mi panza, me duele mi estómago. —decía aquel pobre, cerrando sus ojos de dolor mientras apretaba sus muelas mostrando sus dientecillos.
—Entra al baño, espérame ahí, traeré medicina. —
Juan entró en el baño, cerrando con candado, mientras su madre daba vueltas buscando algún remedio en el refrigerador de su suegra, una de sus cuñadas entró para auxiliarla.
—Tal vez este empachado, deberías darle aceite, tal vez…— un alarido que recorrió en sus nucas las congeló para después hacerlas correr hasta el baño.
— ¡Abre Juan, abre la puerta!—gritaba sin respuesta alguna, golpeteando la puerta. — ¡abre!—
Los que aún quedaban en el patio corrieron, la mayoría ebrios, pero una cosa si sucedió, su sobriedad los impactó al ver tal escena, la madre de Juan no dejaba de gritar, mientras la tía de aquel pequeño se encontraba tirada sobre el suelo, era tan horrible que algunos incluso se arcaron.
El pequeño Juan fue noticia local, un niño que por así decirlo estalló, su abdomen se encontraba abierto, los muros y los techos manchados por la sangre escarlata y sus órganos esparcidos, hecho añicos. Su muerte fue noticia local, algo guardada, convirtiéndose en leyenda urbana, puede que su fallecimiento no fuera relevante, pero si lo que encontraron. Una pequeña cabra, escondida entre sus intestinos, una pequeña cabra blanca que se encontraba viva, observando con sus grandes ojos.






sábado, 30 de noviembre de 2013

El Club de las 3:00 a.m.

El Club de las 3:00 a.m.
Luis Guillen Cardenas



Un importante negocio como el mío implica viajes fuera del país, haciendo cosas sucias para gente adinerada, más adinerada que yo, no es necesario que siga trabajando, pero si no lo hiciera mi vida no tendría sentido alguno. Amo a mi esposa y a mis dos hijos, pero mi nombre se ha forjado en el medio y no pienso dejarlo suspendido en el aire para que alguien más lo destruya.
Soy un letal asesino, de un escuadrón cuyo nombre nunca lo diré, pero te puedo decir que hay miles como yo en cada país, apuesto que en cada ciudad. Nuestros jefes son el mismo gobierno, estamos bajo la mesa, como serpientes, esperando a lanzar nuestra potente mordida.
Me encontraba en Tokio, en un barrio cualquiera, no se de idiomas, pero solo iba pasando entre puestos cerrados y prostitutas que acumulaban cada esquina transitada, no me gusta decapitar gente, por lo general siempre los asfixio, pero ese tipo era un excéntrico, igual que yo.
Me encantaba probar nuevas experiencias, y un tipo me había recomendado cierto lugar para probar cosas nuevas, había visto tantas cosas excitantes y otras que ni tanto, pero nunca había tenido a un pequeño niño tan cerca como una mujerzuela barata de California y esta era la ocasión, la única para probar.
El club de las 3:00 a.m. el único letrero que no tenía ni un solo símbolo japonés, según esa tarjeta prometía una experiencia extrasensorial con cualquiera de los modelos que eligieras, había desde lactantes hasta ancianos, era una idea repugnante, lo sé porque se escucha totalmente asqueroso. No soy ningún pedófilo o alguna de las perversas filias que existen, sin embargo se lo que quiero, y esta noche estaba decidido.
Al llegar al lugar un tipo robusto y alto, de ojos rasgados y calvo me miraba mientras jugaba con un palillo que llevaba en su boca, gritaba un par de cosas que simplemente no entendía, saque la tarjeta y se la mostré, se quedó callado, me hacía algo de gracia y se hizo a un lado. Avance por el pasillo, con varias personas asiáticas observándome, unas incluso se encontraban desnudas y tendidas sobre el suelo, yo seguí mi camino hasta lo que me pareció ser la recepción.
Una anciana completamente maquillada se encontraba sentada haciendo anotaciones a un lado de una pequeña grabadora que sintonizaba música suave, me acerque con miedo de no saber hablar su idioma y no poder comunicarme, me quede pasmado mirando sus manos que eran demasiado delgadas, como si sus huesos estuviesen recubiertos por una delgada capa de arrugada piel.
— ¿Inglés, alemán?, su cara me parece americana, no tenga miedo, me puedo comunicar a la perfección, pero usted dígame, ¿Qué es lo que desea?—
—Estoy buscando algo dulce, tierno, ¿usted entiende?—
—Claro, entender es mi trabajo, todos los hombre vienen a descargar sus frustraciones con nuestros niños, solo prométame no dejar marcas, si lo hace eso saldrá mucho, mucho muy caro, le muestro el catalogo. —
—Está bien. —dije un poco encolerizado, no me parecía que me juzgaran sin conocerme, prefiero dispararle antes que golpearlo.
Pasando las hojas de los catálogos juveniles atiborrado  de cabellos lacios y negros, acompañados de ojos rasgados y piel pálida, todas iguales, tal vez eran clones, de entre todas sobresalió una pequeña, la cual me encantó, rubia, con ojos grandes y mejillas rojizas, la única de su tipo en todo el álbum.
—Quiero esta. —dije decidido poniendo mi dedo sobre la fotografía.
—Vaya, sí que sabe lo que quiere, tiene suerte, esta pequeña acaba de llegar a nuestra humilde casa y usted es el primer cliente, habitación 30 B, por la derecha, son 3,000 dólares por media hora, no creo que requiera mas.—
—Por favor, me está subestimando, creo que necesito más tiempo. —
—Los hombres deben cuidar su dinero, pero como usted guste, le cobraré 7, 500, mas sin embargo, sale en menos de quince minutos, el dinero será nuestro, reglas son reglas. —
Camine, casi a punto de salir corriendo, hasta la habitación. Cuando entré se encontraba sentada frente a un televisor, dándome la espalda, me senté sobre la cama, quitándome el saco y deshaciendo el nudo de mi corbata. Ella no giraba a verme, el mando estaba a un lado, justo debajo de un cojín, apagué la televisión y aquella chiquilla giró. Con sus claros ojos me observo, un odio tremendo como si quisiera incinerar mi alma.
—Tu eres un hombre malo, tú debes pagar, ellos están aquí, asfixiador Douglas. —
 — ¿Cómo…cómo rayos es que sabes mi nombre?—me quede petrificado, observando a la pequeña niña.
—Mis amigos saben tu nombre, quieren hablar contigo. —
En un pestañeo, al abrir mis ojos, cientos de sujetos me rodeaban, cubriendo los muros y dejándonos en el centro a mí y aquella pequeña malévola, que no discernía entre un demonio o una mocosa, mirándome con sus ojos, hundidos en sus oscuras cuencas, sus labios eran morados y sus mejillas grises, las marcas de mis manos se notaban en cada uno de sus cuellos, eran ellos, mis víctimas.
Todos aquellos inocentes que me había encomendado a desaparecer, vengándose de mí, mientras aquella pequeña soltaba carcajadillas asomando su dentadura, a la cual le faltaban algunas piedrecillas blancas.
—Vamos Douglas, aquí está tu experiencia extrasensorial. —
Solo salí corriendo, dos minutos después de entrar, no giré la vista atrás, solo escuche los gritos de aquella vieja recepcionista.
— ¡Se lo dije, todos los hombres son iguales, no aguantan ni siquiera quince minutos!—
Temo a esa pequeña niña, la siento en mi mente, creo que está cerca, puede leer mis pensamientos, no dejaré que vaya más allá. Sé que iré al infierno, sé que me encontraré con todos esos sujetos y rendir cuentas, pero es mejor que encontrarme con el pequeño demonio de cabellos dorados y cara de ángel, prefiero morir.
Me voy al infierno, no quiero volver a cruzar miradas con aquella perversa y sé que es mejor una bala en mi cráneo.
Escribo esto con la única intención de avisarte, si alguna vez viajas a Tokio y quieres tener una experiencia de otro mundo, el Club de las 3:00 a.m. es el lugar indicado.



viernes, 29 de noviembre de 2013

Asfixia

Asfixia

Luis Guillen Cardenas



Los adornos estaban puestos en torno a las columnas, aparcando mesas y sillas sobre la terraza, música suave solo para empezar, poniendo leña para asar, una pequeña fiesta comenzaría en un solo par de horas, Gabriel era un buen anfitrión, dando alcohol al por mayor y buena comida, un excelente ambiente.
Sacó la carne para descongelarla, poniéndola sobre el fregadero y ocupándose de otras cosas, le agradaba que la gente lo visitara, así compensaba su soledad. Siempre había sido independiente, rompiendo todo vínculo con su familia, incluso mudándose de ciudad.
Al volver a la cocina solamente para darle un vistazo a la carne, se dio cuenta de que un gato acechaba aquel pedazo de res, observándolo por la ventana entre abierta y tratando de romper la red.
— ¡Fuera de aquí gato!—gritó, golpeando la ventana y ahuyentando al animal.
No es que odiara a los gatos, pero sería de mal gusto que su platillo tuviera pelo del mismo. Al salir para incinerar su leña se quedó estático a la entrada de la puerta, muchos gatos observándolo, tal vez dos o tres docenas. Vigilando con sus redondos ojos y su cola en movimiento, incomodándolo en su propio hogar.
Se dio la vuelta y atrancó la puerta, tirándose sobre uno de los muros, eso lo asustaba, eso provocaba un  temor indescriptible, agitándole el corazón, como si aquellos pequeños peludos desearan una venganza, o simplemente un alimento. Trato de razón, pero, tantos gatos no eran normales, tantos y solamente en su patio, parecía que nadie lo notaba, ninguno de sus vecinos.
Esos gatos habían salido del mismo infierno, ahora están más cerca, por todas las ventanas y puertas, vigilándolo, arañando las mayas que los separaban de su achicada presa, hasta que por fin, ayudados por sus garras, entraron.
Rodeándolo, parecía que quisieran decir algo, y fue extraño por el simple hecho de que todos en absoluto empezaron a maullar, acercándose ante el chico petrificado, arañándolo por toda la cara, mordiéndolo con sus pequeños colmillos, alimentándose.
—Gabriel, ya estamos aquí. —no recibió respuesta y se dispusieron a entrar.
—Tal vez fue de compras. —
—Mira, su puerta está abierta… el nunca hace eso. —
Al entrar encontraron su cadáver, su cabeza entre las rodillas, lo levantaron, pero estaba intacto, ni una sola pista de sus heridas.
—Por Dios, no tiene pulso… —
—Tal vez, un infarto, eso debió pasar, mira su expresión, parece asustado. —
— ¿Qué diablos es esto?—señaló sobre su suéter y sus puños, pelo, pelo de gato.
—Pero, pero él no…—
—Cállate, escucha eso, ese sonido, viene de allá. —
Unos maullidos empezaron a emerger de uno de los cajones de la cocina, se incrementaban, parecían dos o tres docenas, mientras se acercaban y se acercaban para abrir aquellas puertecillas, más intenso se hacia el sonido, como si fuera una turbia iracunda de gatos hambrientos.





domingo, 10 de noviembre de 2013

Estatua



Estatua
Luis Guillen Cardenas

Mientras Kristen fumaba aquel cigarrillo observaba aquella estatua de hierro, con su cabeza tan alta, como si quisiera presumir algo, su rostro ennegrecido debido a la pintura de tono oscuro, nunca había puesto atención, pero la sangre de aquel hombre esculpido corría por su sistema, vivían aislados, junto a toda su familia, luchando por forjar un nuevo pensamiento que trascendiera el mundo, una idiotez agradecido por el hombre oxidado.
—Estúpido hombre, estúpido en verdad, quisiera tener contacto humano que no fuera solo con mis primos. —rezongó absorbiendo el tabaco clandestino.—¿Sabes? Siento que tu cabeza esta algo caliente ahí arriba, necesitas estar un poco más fresco, mereces un corto receso. —
La idea pasó como de rayo, la mayor travesura que a ninguno de aquellos inocentes parásitos que vivían en la ignorancia, llamada casa, decapitar al bastardo de metal. Las sierras estaban accesibles, conocía a los guardias, nadie visitaba esa reliquia oxidada por la noche. Le costó trabajo subir hasta arriba, por suerte el metal estaba hueco, como una pequeña lamina, lo cual fue más fácil cortar, la dejó caer, para su suerte el césped amortiguo la caída, enmudeciendo su sonido.
Se lanzó, cayendo de pie, temblando de sus brazos por su fuerza ejercida, tomó la cabeza con sus dos brazos, abrazándola contra el pecho, esquivando las zonas con vigilancia, entró en su habitación cautelosamente, poniéndola bajo su cama. Apagó las luces para dormir y no levantar sospechas por la mañana, pero un ruido la molestaba, algo subía las escaleras.
Crash, Crash, Crash, algo pesado ascendía, entre abrió su puerta, pero nada se podía observar, solo escuchar aquel sonido.
— ¿Quién anda ahí?—cuestionó con firmeza y miedo, pero solo el crash se escuchaba, intimidándola por la falta de respuesta. —Dije, ¿Quién está ahí?
Ante la falta de respuesta salió de su cuarto, reteniéndose ante las escaleras, esperando lo que subía, tragando saliva y sudando.
— ¿Quién rayos eres?—
Nadie encontró a Kristen en su habitación, su puerta estaba abierta y su cama deshecha, parecía que hubiera salido, salieron al patio, una densa neblina cubría aquel extenso campo, algo se movía de lado a lado a lo lejos, cerca del monumento del viejo, se acercaron, alumbrados por sus lámparas, deslumbrando el cuerpo de la chica colgado en su ancestro decapitado.

Todos dijeron que fue suicidio, al parecer la cabeza nunca fue encontrada, ni debajo de su cama, nunca nadie hizo más preguntas. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

Terry, la mandíbula de tiburón


Terry, la mandíbula de tiburón.
Luis Guillen Cardenas


—Mamá, él es tan gracioso, míralo…—dijó Sharon señalando con su pequeño dedo rosado.
—Ahí no hay nadie. —respondió su madre, girando su cabeza hacia aquel armario pintarrajeado con crayones.
—Es rechoncho, sus ojos son grandes y marrones, sus dientes son gigantescos, mira, sus piernas y brazos son muy cortos, mira que chistoso, está bailando. — imitaba las señas, demostrándole a su madre como se movía aquel ser.—Su piel es gris, parece gruesa, como la de un elefante, pero no tiene nariz, ni orejas.—
—Oh, ¿por qué no le preguntas su nombre?—
Se levantó de la cama, abriendo la entrecerrada puerta y entrando en la oscuridad de la ropa, las risillas se escuchaban entre las sombras, pocos minutos después salió dando saltillos de manera feliz, jugando con sus trencillas rubias, mostrando sus dientecillos.
—Se llama Terry mamá, se llama Terry. —
—Bueno, es hora de dormir, ¿por qué no le dices que vuelva luego?—
—Está bien, Terry, ya has escuchado, vete a casa. —
Besó su frente, la arropó, apagó su pequeña lámpara y salió, la niña no dejaba de ver el armario, asombrada por su nuevo amigo, que parecía aun acompañarla, sus ojos entre dormidos se ocultaban entre la pequeña manta, espiando a su desconcertante visita, su ridículo invento de inocente pensamiento de niña.
Un sonido despertó a su madre, no era más que un golpeteo en su puerta, la abrió, era Sharon, abrazada por un pequeño cojín, con sus ojos muy abiertos y su cabello alborotado.
—Mamá, tengo miedo, ¿puedo dormir con ustedes?—
—Lo siento, tu padre está muy cansado, necesita dormir, tiene trabajo, vamos de vuelta. — dijó la mujer tocando sus hombros y encaminándola a su habitación.
—Mamá, él dijo que quiere mi cráneo, necesita mi cerebro. —
—Son solo pesadillas, no le hagas caso. —
—Él dijo que vendrá. —
—Mira…—comentó despistando a su hija, metiéndola de nuevo en la cama. —dejaré mi puerta abierta, pero la usarás solo para emergencias, si te quiere hacer algo entras en mi habitación. —
 —Está bien. —comentó de manera disgustada con sus pequeños brazos cruzados.
—Nos vemos mañana. —
Un ruido la despertó de golpe, salió volando de la habitación para dirigirse al cuarto de su hija, encendió la luz que parpadeaba extrañamente en aquellos momentos, tal vez se debía a la bombilla, pero la pequeña Sharon no se encontraba en aquella pequeña cama suavemente adornada de rosa, la manta con la que la cubría cada noche estaba tirada a lo largo de aquellas duelas, sumergida en ese pequeño cubículo oscuro.
La luz se intensificó, dando paso a la más horrible escena, su hija, extendida en el armario, muerta, su cráneo parecía aplastado, o masticado, dejando ver parte de su cerebro, sus sesos derramados por todo el suelo y su sangre tapizaba los muros. Cuando pudo gritar su marido ya se encontraba ahí, mirando como su mujer sostenía lo que quedaba de la cabeza de su pequeña, una terrible masa roja, regada, con plastas de cabello y sus pequeños dientes regados por su carne, sus ojos no se encontraban, ni siquiera su nariz.
La policía llegó ante la llamada desesperada, el caso quedó cerrado, ante la falta de pruebas, era obvio que era un asesinato, pero no por parte de un humano, parecía la fuerza de algún animal, una mandíbula de un tiburón, pero ¿Cómo llego un tiburón a un pequeño armario?, esa era la cuestión, no había señales de que alguien hubiera entrado por alguna de las ventas ni puertas. Pero lo más importante, la parte faltante del cráneo nunca fue encontrada.

Vibora


Vibora
Luis Guillen Cardenas


Patience era el nombre de mi mujer, pero su nombre era solo eso, no aplicaba tal cualidad, pasábamos por una mala racha, y ella solo presionaba, y presionaba. Tenía constantes dolores de cabeza a causa de sus regaños y alaridos de carroñera fiera, no la soportaba.
Entiendo querido lector, puedes sentir empatía por mí, no la estoy rogando, pero lo siento, puede que después de esto me odies o me entiendas. Nunca pudimos tener hijos, a causa de una herida durante mi servicio en la guerra, estaba retirado, acompañando las amarguras de mí esposa, sus constantes quejas y sus ridículos chantajes, cada que podía me recordaba mi suerte, burlándose por mi infertilidad, ya no podía más.
Me dedicaba a cortar carne y venderla por gramaje, la mejor carne era la de res, pero siempre se vendía la de cerdo por ser más barata, durante ese tiempo una epidemia mató a la gran mayoría de los puercos, quedándome con unas cuantas vacas y orillándome a negociarla como muslos de pollo, fue entonces cuando esa idea pasó como estrella fugaz por mi mente.
—Estúpido bueno para nada, ven para acá, necesito tu maldita ayuda. —gritó aquella gruñona hembra desde el sótano, la oportunidad perfecta.
Bajé las escaleras, pensando en mi suerte, veinticincos años, parecen pocos, pero al lado de la iracunda bestia parecía eternos, nadie sabía de su comportamiento, ya que su rostro era tierno, hermoso, como toda una dama de sociedad, pero no era más que una serpiente, y la más letal. Diez, once, doce escalones y estuve a su nivel, la puerta se cerraba con una barra de metal, la cual la tomé y oculté en mi lomo.
—Ya estoy aquí cariño, ¿Qué necesitas?—cuestione de manera hipócrita.
—Déjate de idioteces, mueve esta estúpida caja que pesa como la chingada. —
—Claro, claro que lo haré. — azote la barra contra su cráneo, tumbándola rápidamente.
A veces uno cree que sus problemas no tienen solución, pero son esas ideas creativas que me hacen ponerme de buen humor, en la guerra conocía tipos que se ocultaban en los cadáveres de sus amigos, e incluso llegaban a alimentarse de su carne, fue cuando me pregunté, ¿Por qué no alimento al pueblo?, Salí al patio, donde se encontraba una res, le rebané el cuello y la desmembré, no quería levantar sospechas sobre la procedencia de mi carne, colgué su pellejo al sol, sobre un pequeño tendedero.
Bajo tierra, en aquella habitación, miré por última vez el cuerpo de mi mujer desnuda, si tan solo se hubiera comportado, pase una pequeña navaja por el cuello, para dejar correr la sangre, tomé una pequeña sierra que utilizaba para partir los huesos de mis animales, hice lo propio con las extremidades de Patience, después, aparte la carne de sus huesos y la puse dentro de una hielera con sal, su cabeza la aparte, su rostro no sería desperdiciado, era un bello recuerdo de lo que una vez fue, hace tantos años, y que al pasar ese tiempo se convirtió en una tragedia.
Sus pálidos parpados se encontraban cerrados y los tendones de su mandíbula habían dejado de funcionar, dejando su boca abierta. Los huesos los enterré, lo que pensé desperdicios los repartí, a oscuras, por todo el pueblo para que los perros u otros animales se encargaran de ello, no quedó nada, a la mañana siguiente anuncié mi retirada del negocio, y regale mi carne, sin excepción alguna todos los pueblerinos fueron por su parte, era rara la vez que comían res, así que saciaron sus ganas comiendo ese mismo día.
— ¡Charles!—escuché justo cuando cerraba mi local, después del agobiante día en el que recibía las gracias de todos por erradicar su pasajera hambre. — ¡Jodido idiota!
Imposible, la asesine, acabe con ella, salvo su cabeza muerta, que la puse sobre una mesa en la estancia para poderla apreciar cada que entraba.
— ¡Hijo de tu puta madre!, ¿Dónde rayos están mis piernas y mis brazos?, ¿Qué me hiciste jodido desquiciado?—
Entré con delicadeza, la miré, aparcada sobre la mesa, girando sus ojos para poderme ver, haciendo su esfuerzo para moverse y bramando de coraje.
—Eres un maldito. —dijó mientras se carcajeaba sin parar.—eres un maldito, ni así te liberaras de mi…—
No sabía qué hacer, me senté frente a ella, mirándola con temor, escalofrió, incomodidad y sorpresa. ¿Qué era recomendable hacer?, ¿una cabeza parlante?, ¿Quién con sano juicio te creería? Y lo más importante, ¿confesaría lo que le hice?
—Claro que lo haré, cuando encuentre mi cuerpo te asesinaré…—
— ¿Cómo… como diablos has hecho eso?—ese cráneo me leyó el pensamiento.
—Yo lo sé todo, aun si te deshaces de mí, llegaré a donde tu estés, yo Patience J. White, te maldigo. —
No pude hacer más que correr hacia mis botellas de licor, di un gran trago a la botella de Tequila, que corría por mi garganta de manera brusca y cálida, la rompí sobre la alfombra, esparcí el Coñac por los sofás y una pequeña botella de cristal de Ron, encendí un cigarro y me lo lleve a la boca, tiré un cerillo sobre aquel sofá, mientras mi mujer, o lo que fuera me miraba, sonriendo con malicia, clavándose en mi mirada, mientras los adornos y cortinas, incluyendo la mesa, se consumían en una roja flor.
Mi casa quedó reducida a cenizas, nadie del pueblo salió, era preferible, quería estar solo, escuchaba las carcajadas de Patience a lo lejos. Esas risotadas aun las tengo en mente, cada que me voy a dormir, mirando su cabeza, flotando en la oscuridad.
Créeme cuando te digo que era una víbora ponzoñosa, nadie en el pueblo despertó, ni los perros, ni los gatos, ni los niños ni los adultos, al parecer la carne de Patience estaba enferma o envenenada.