viernes, 29 de noviembre de 2013

Asfixia

Asfixia

Luis Guillen Cardenas



Los adornos estaban puestos en torno a las columnas, aparcando mesas y sillas sobre la terraza, música suave solo para empezar, poniendo leña para asar, una pequeña fiesta comenzaría en un solo par de horas, Gabriel era un buen anfitrión, dando alcohol al por mayor y buena comida, un excelente ambiente.
Sacó la carne para descongelarla, poniéndola sobre el fregadero y ocupándose de otras cosas, le agradaba que la gente lo visitara, así compensaba su soledad. Siempre había sido independiente, rompiendo todo vínculo con su familia, incluso mudándose de ciudad.
Al volver a la cocina solamente para darle un vistazo a la carne, se dio cuenta de que un gato acechaba aquel pedazo de res, observándolo por la ventana entre abierta y tratando de romper la red.
— ¡Fuera de aquí gato!—gritó, golpeando la ventana y ahuyentando al animal.
No es que odiara a los gatos, pero sería de mal gusto que su platillo tuviera pelo del mismo. Al salir para incinerar su leña se quedó estático a la entrada de la puerta, muchos gatos observándolo, tal vez dos o tres docenas. Vigilando con sus redondos ojos y su cola en movimiento, incomodándolo en su propio hogar.
Se dio la vuelta y atrancó la puerta, tirándose sobre uno de los muros, eso lo asustaba, eso provocaba un  temor indescriptible, agitándole el corazón, como si aquellos pequeños peludos desearan una venganza, o simplemente un alimento. Trato de razón, pero, tantos gatos no eran normales, tantos y solamente en su patio, parecía que nadie lo notaba, ninguno de sus vecinos.
Esos gatos habían salido del mismo infierno, ahora están más cerca, por todas las ventanas y puertas, vigilándolo, arañando las mayas que los separaban de su achicada presa, hasta que por fin, ayudados por sus garras, entraron.
Rodeándolo, parecía que quisieran decir algo, y fue extraño por el simple hecho de que todos en absoluto empezaron a maullar, acercándose ante el chico petrificado, arañándolo por toda la cara, mordiéndolo con sus pequeños colmillos, alimentándose.
—Gabriel, ya estamos aquí. —no recibió respuesta y se dispusieron a entrar.
—Tal vez fue de compras. —
—Mira, su puerta está abierta… el nunca hace eso. —
Al entrar encontraron su cadáver, su cabeza entre las rodillas, lo levantaron, pero estaba intacto, ni una sola pista de sus heridas.
—Por Dios, no tiene pulso… —
—Tal vez, un infarto, eso debió pasar, mira su expresión, parece asustado. —
— ¿Qué diablos es esto?—señaló sobre su suéter y sus puños, pelo, pelo de gato.
—Pero, pero él no…—
—Cállate, escucha eso, ese sonido, viene de allá. —
Unos maullidos empezaron a emerger de uno de los cajones de la cocina, se incrementaban, parecían dos o tres docenas, mientras se acercaban y se acercaban para abrir aquellas puertecillas, más intenso se hacia el sonido, como si fuera una turbia iracunda de gatos hambrientos.





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