Vibora
Luis Guillen Cardenas
Patience era el nombre de mi
mujer, pero su nombre era solo eso, no aplicaba tal cualidad, pasábamos por una
mala racha, y ella solo presionaba, y presionaba. Tenía constantes dolores de
cabeza a causa de sus regaños y alaridos de carroñera fiera, no la soportaba.
Entiendo querido lector, puedes
sentir empatía por mí, no la estoy rogando, pero lo siento, puede que después de
esto me odies o me entiendas. Nunca pudimos tener hijos, a causa de una herida
durante mi servicio en la guerra, estaba retirado, acompañando las amarguras de
mí esposa, sus constantes quejas y sus ridículos chantajes, cada que podía me
recordaba mi suerte, burlándose por mi infertilidad, ya no podía más.
Me dedicaba a cortar carne y
venderla por gramaje, la mejor carne era la de res, pero siempre se vendía la
de cerdo por ser más barata, durante ese tiempo una epidemia mató a la gran mayoría
de los puercos, quedándome con unas cuantas vacas y orillándome a negociarla
como muslos de pollo, fue entonces cuando esa idea pasó como estrella fugaz por
mi mente.
—Estúpido bueno para nada, ven
para acá, necesito tu maldita ayuda. —gritó aquella gruñona hembra desde el sótano,
la oportunidad perfecta.
Bajé las escaleras, pensando en
mi suerte, veinticincos años, parecen pocos, pero al lado de la iracunda bestia
parecía eternos, nadie sabía de su comportamiento, ya que su rostro era tierno,
hermoso, como toda una dama de sociedad, pero no era más que una serpiente, y la
más letal. Diez, once, doce escalones y estuve a su nivel, la puerta se cerraba
con una barra de metal, la cual la tomé y oculté en mi lomo.
—Ya estoy aquí cariño, ¿Qué necesitas?—cuestione
de manera hipócrita.
—Déjate de idioteces, mueve esta estúpida
caja que pesa como la chingada. —
—Claro, claro que lo haré. —
azote la barra contra su cráneo, tumbándola rápidamente.
A veces uno cree que sus
problemas no tienen solución, pero son esas ideas creativas que me hacen
ponerme de buen humor, en la guerra conocía tipos que se ocultaban en los cadáveres
de sus amigos, e incluso llegaban a alimentarse de su carne, fue cuando me
pregunté, ¿Por qué no alimento al pueblo?, Salí al patio, donde se encontraba
una res, le rebané el cuello y la desmembré, no quería levantar sospechas sobre
la procedencia de mi carne, colgué su pellejo al sol, sobre un pequeño
tendedero.
Bajo tierra, en aquella habitación,
miré por última vez el cuerpo de mi mujer desnuda, si tan solo se hubiera
comportado, pase una pequeña navaja por el cuello, para dejar correr la sangre,
tomé una pequeña sierra que utilizaba para partir los huesos de mis animales,
hice lo propio con las extremidades de Patience, después, aparte la carne de
sus huesos y la puse dentro de una hielera con sal, su cabeza la aparte, su
rostro no sería desperdiciado, era un bello recuerdo de lo que una vez fue,
hace tantos años, y que al pasar ese tiempo se convirtió en una tragedia.
Sus pálidos parpados se
encontraban cerrados y los tendones de su mandíbula habían dejado de funcionar,
dejando su boca abierta. Los huesos los enterré, lo que pensé desperdicios los
repartí, a oscuras, por todo el pueblo para que los perros u otros animales se
encargaran de ello, no quedó nada, a la mañana siguiente anuncié mi retirada
del negocio, y regale mi carne, sin excepción alguna todos los pueblerinos
fueron por su parte, era rara la vez que comían res, así que saciaron sus ganas
comiendo ese mismo día.
— ¡Charles!—escuché justo cuando
cerraba mi local, después del agobiante día en el que recibía las gracias de
todos por erradicar su pasajera hambre. — ¡Jodido idiota!
Imposible, la asesine, acabe con
ella, salvo su cabeza muerta, que la puse sobre una mesa en la estancia para
poderla apreciar cada que entraba.
— ¡Hijo de tu puta madre!, ¿Dónde
rayos están mis piernas y mis brazos?, ¿Qué me hiciste jodido desquiciado?—
Entré con delicadeza, la miré,
aparcada sobre la mesa, girando sus ojos para poderme ver, haciendo su esfuerzo
para moverse y bramando de coraje.
—Eres un maldito. —dijó mientras
se carcajeaba sin parar.—eres un maldito, ni así te liberaras de mi…—
No sabía qué hacer, me senté
frente a ella, mirándola con temor, escalofrió, incomodidad y sorpresa. ¿Qué era
recomendable hacer?, ¿una cabeza parlante?, ¿Quién con sano juicio te creería? Y
lo más importante, ¿confesaría lo que le hice?
—Claro que lo haré, cuando
encuentre mi cuerpo te asesinaré…—
— ¿Cómo… como diablos has hecho
eso?—ese cráneo me leyó el pensamiento.
—Yo lo sé todo, aun si te
deshaces de mí, llegaré a donde tu estés, yo Patience J. White, te maldigo. —
No pude hacer más que correr
hacia mis botellas de licor, di un gran trago a la botella de Tequila, que corría
por mi garganta de manera brusca y cálida, la rompí sobre la alfombra, esparcí
el Coñac por los sofás y una pequeña botella de cristal de Ron, encendí un
cigarro y me lo lleve a la boca, tiré un cerillo sobre aquel sofá, mientras mi
mujer, o lo que fuera me miraba, sonriendo con malicia, clavándose en mi
mirada, mientras los adornos y cortinas, incluyendo la mesa, se consumían en
una roja flor.
Mi casa quedó reducida a cenizas,
nadie del pueblo salió, era preferible, quería estar solo, escuchaba las
carcajadas de Patience a lo lejos. Esas risotadas aun las tengo en mente, cada
que me voy a dormir, mirando su cabeza, flotando en la oscuridad.
Créeme cuando te digo que era una
víbora ponzoñosa, nadie en el pueblo despertó, ni los perros, ni los gatos, ni
los niños ni los adultos, al parecer la carne de Patience estaba enferma o
envenenada.
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